AL RECORRER los caminos de Italia, yo tuve la fortuna de
recibir los consejos del mismo Amor, disfrazado de peregrino. Ningún mortal,
sino Dante, pudo contar ese privilegio.
Me anunció una
vida solitaria y me felicitó por haber escuchado a la mujer de voz infantil,
sin llegar hasta su presencia. La plegaria, un himno eucarístico, nacía en la
oscuridad del campo y volaba a perderse en el éter inmaculado.
Yo me separé del mundo y dirigí mi
contemplación al mismo objeto del cántico sagrado. Renuncié al aplauso terrenal
y olvidé el devaneo del arte cuando mis maestros, los poetas contemporáneos,
expresaban el cansancio de una generación diezmada por las guerras napoleónicas
y Leopardi recogía en su obra el acento de la patria ofendida.
Conservé la
admiración noble por la mujer del linaje de Beatriz y vine a servir en una
sociedad franciscana, profesando en su beneficio la santa mendicidad. Yo imito
al hermano insipiente, administrador del asno de la cuestación en la novela
perfecta de Manzoni.
El cielo de esmalte (1929)
José Antonio Ramos Sucre
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