Un ciprés
enigmático domina el horizonte de mi infancia.
Yo prefería el
éxtasis vespertino, me retiraba de la aldea y me perdía a voluntad en el recato
de los montes. Un poder invisible me encaminaba a la presencia de unos
sepulcros, a descubrir la serenidad y la esperanza en el semblante de unas
imágenes de mármol.
Una sombra
clemente, distinta de las figuras del miedo, me envolvía con sus agasajos y me
situaba en el camino del retorno. Su faz anunciaba un dolor celeste y el ciprés
de su refugio despedía el lamento de una cítara.
Yo me sumergía en un
sueño libre de visiones y alcanzaba un olvido cabal.
Una virgen atenta
dirigió mis primeros años con el ejemplo de sus facultades. Su canto fugitivo
despertaba el júbilo de los silfos del aire. Sus dedos fáciles herían una
mandolina de Francia.
Su voz cándida enajenaba mis sentidos al
recorrer los episodios de un romancero. Conjuraba del limbo de mis sueños la
sombra clemente y la rodeaba con el atavío de una balada legendaria.
De: El cielo de esmalte (1929)
José Antonio Ramos Sucre