Mi vida había cesado en la morada sin luz, un retiro
desierto, al cabo de los suburbios. El esplendor débil, polvoroso, de las
estrellas, más subidas que antes, abocetaba apenas el contorno de la ciudad,
sumida en una sombra de tinte horrendo. Yo había muerto al mediar la noche, en
trance repentino, a la hora misma designada en el presagio. Viajaba después en
dirección ineluctable, entre figuras tenues, abandonado a las ondulaciones de
un aire gozoso, indiferente a los rumores lejanos de la tierra. Llegaba a una
costa silenciosa, bruscamente, sin darme cuenta del tiempo veloz. Posaba en el
suelo de arena blanca, marginado por montes empinados, de cimas perdidas en la
altura infinita. Delante de mí callaba eternamente un mar inmóvil y cristalino.
Una luz muerta, de aurora boreal, nacida debajo del horizonte, iluminaba con
intensidad fija el cielo sereno y sin astros. Aquel paraje estaba fuera del universo
y yo lo animaba con mi voz desesperada de confinado.
De: La torre de Timón (1925)
José Antonio Ramos Sucre
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