Charles Gleyre (1806-1874). Pintor Francés. Odiseo y Nausícaa. |
El rey de los feacios apresuró el viaje de Ulises y se negó
a cultivar su recuerdo y amistad. Había concebido un miedo extravagante al
fijarse en su confesión de una entrevista con los difuntos. Imaginaba a través
de la fábula del peregrino, el resentimiento de Tiresias, asaltado y sujeto.
El rey de los feacios amaba
ansiosamente la vida y la juventud. Se espantaba de la vejez y del cautiverio
en la tumba sempiterna. Al oír el cuento de Ulises y para eliminar sus efectos
aciagos, requirió una espada de bronce, presente de Mercurio, alojada en una
vaina de marfil. Se levantó bruscamente, animado de una idea precisa, y se
dirigió, por una avenida de estatuas, al arsenal de sus navios indemnes.
Unos remeros próvidos se aventuraban,
poco después, con el héroe sagaz en un mar vacío. Tremolaba en las entenas y en
los mástiles el apéndice de luz de los Dioscuros.
El rey de los feacios fue herido en
su afecto más noble. Debía pagar con una senectud inconsolable el azar de una
hospitalidad réproba. Su hija Nausicaa, la hermana pensativa de las fuentes, se
había prendado de la elocuencia de Ulises y se consumió llorando su alejamiento
perentorio.
Las doncellas de su trato la
sepultaron, vestida con el atavío de las nupcias, bajo un túmulo de piedras
humedecidas por el relente de un valle fluvial.
De: El cielo de esmalte (1929)
José Antonio Ramos Sucre
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