Huía ansiosamente, con pies doloridos, por el descampado. La
nevisca mojaba el suelo negro.
Esperaba salvarme en el bosque de los
abedules, incurvados por la borrasca.
Pude esconderme en el antro causado
por el desarraigo de un árbol. Compuse las raíces manifiestas para defenderme
del oso pardo, y despedí los murciélagos a gritos y palmadas.
Estaba atolondrado por el golpe
recibido en la cabeza. Padecía alucinaciones y pesadillas en el escondite.
Entendí escaparlas corriendo más lejos.
Atravesé el lodazal cubierto de
juncos largos, amplectivos, y salí a un segundo desierto. Me abstenía de
encender fogata por miedo de ser alcanzado.
Me acostaba a la intemperie, entumecido
por el frío. Entreveía los mandaderos de mis verdugos metódicos. Me seguían a
caballo, socorridos de perros negros, de ojos de fuego y ladrido feroz. Los
jinetes ostentaban, de penacho, el hopo de una ardita.
Divisé, al pisar la frontera, la
lumbre del asilo, y corrí a agazaparme a los pies de mi dios.
Su imagen sedente escucha con los
ojos bajos y sonríe con dulzura.
De: La Torre de Timón (1925)
José Antonio Ramos Sucre
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