En la pobre vivienda de suelo desnudo, alumbrada con una
lámpara mezquina, las mujeres se congregaron a llorar. Fuertes o extenuadas
alternativamente, no cesaban los trémulos sollozos, palabras ahogadas y
confusas escapaban de los pechos sacudidos, gestos de dolor suplicaban a los
cielos mudos. En torno de un pequeño ataúd crecía el clamor y llegaba al
delirio; contenía el cuerpo de un niño arrebatado por la muerte a la vida de
arrabal. Hacia un rincón estaban reunidos en haz los juguetes recién abandonados,
junto a los pobres útiles de industrias femeninas, y, en irónica ofrenda a los
pies del Crucifijo, las drogas sobre la mesa descubierta. Nobles sacrificios
fracasaron en resguardo de su vida: el consumo del ahorro miserable, los días
de zozobra, las noches de vigilia. Aquel día, cuando la oscuridad prosperaba
hasta en el ocaso tinto de sangrante sol, vino la muerte al amparo de las
sombras leves y benignas, con fría palidez sellando su victoria.
Vino a aquella
mansión, como a otras muchas; un mal tremendo, como aquel que de orden divina
diezma los primogénitos de Egipto, apenas dejó casa pobre sin luto. Por su
influjo tuvieron de cuna el seno de la tierra innumerables niños, despedidos
por coros gemebundos, lamentados con llanto breve y clamoroso, el llanto de
quienes en la vida sin paz tienen peor enemigo que la muerte.
Siguiendo el
general destino de los tristes que, con la urgente pobreza, desconocen el
deleite del recuerdo lloroso, los dolientes de la pobre vivienda, alumbrada con
una lámpara mezquina, también se lamentaron con desesperanza pasajera. Las
voces roncas gimieron hasta la partida del pequeño cadáver; pero el olvido,
ante el esperado afán del día siguiente, hizo invasión con el sosiego de la
primera noche augusta y encendida.
De: La Torre de Timón
José Antonio Ramos Sucre
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