Yo gustaba de perderme en la isla
pobre, ajena del camino usual. Descansaba en los cementerios inundados de
flores silvestres, en el ámbito de las iglesias de madera.
Mi
pensamiento se desvanecía a la vista del cielo de ámbar y de una serranía azul.
Yo
rompía al azar la flora voluble de los prados. El iris mágico de una columna de
agua aturdía la serie de mis caballos imprudentes.
El
sol fortuito invertía las horas de la vigilia y del sueño, presidiendo el
Fausto de una latitud excéntrica.
Los
ríos verdes ocupaban un cauce de cenizas. Merecían el privilegio de llevar al
océano el ataúd de una virgen desconsolada.
Yo
recliné la cabeza en una piedra, compadeciendo la frente proscrita de Jesús, y
dormí en una colina sobria, en donde crecía una maleza perfumada, cerca del
blando tapiz del mar.
Yo
disfruté, en el curso de la noche plácida, las visiones reservadas a Parsifal y
recibí, antes del alba, el mandamiento de alejarme en silencio.
Un
prócer de la corte celeste, favorecido con el semblante y la sabiduría de un
San Jerónimo, me esperaba a breve distancia en el barco del pasaje y lo dirigió
con la voz.
De: El Cielo de Esmalte
José Antonio Ramos Sucre
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