Mi compañero, inspirado de una curiosidad equívoca y de una
simpatía vehemente por los seres abatidos y réprobos, andaba de brazo con una
joven extraviada.
Intenté disuadirlo de semejante
compañía, alegando el porte censurable de la mujer, afectada por la memoria de
un hermano vesánico, autor de su propia muerte.
Nos separamos una noche memorable.
Las fortunas se hacían y deshacían en el garito de mayor estruendo. Los
reverberos derramaban una luz clorótica y aguzaban la fisonomía de los tahúres.
La angustia electrizaba el aire del recinto y reprimía el aplauso y la risa de
las mujeres livianas.
Una muchedumbre de insectos alados,
cayó, el día siguiente, sobre la ciudad y difundió una peste contagiosa. Sus
larvas se domiciliaban en los cabellos de los hombres y desde allí penetraban a
devorar el encéfalo, socorridas de un mecanismo agudo. Arrojaban de sí mismas
un estuche fibroso para defenderse de alguna loción medicinal. Herían, de modo
irreparable, los resortes del pensamiento y de la voluntad. Los infectados
corrían por las calles dando alaridos.
Mi compañero se resistió a mi consejo
de huir y vino a perecer, sin noticia de nadie, en su vivienda del suburbio.
Los naturales del reino se abstenían
de pisar el contorno de la ciudad precita. Los agentes del orden, asentados en lugares
oportunos, impedían la visita de los rateros y circunscribían la zona del mal.
Yo arrostré la prohibición y conseguí
descubrir la suerte de mi amigo.
Abrí, después de algún forcejeo, la
puerta de su casa y lo vi tendido en el suelo, mostrando haberse revolcado.
Unas arañas, de ojos fosforescentes y
de patas blandas y trémulas, saltaban sobre su cadáver. La nueva ralea había
despoblado la ciudad, corriendo en pos de los supervivientes.
De: Las formas del fuego (1929)
José Antonio Ramos Sucre
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