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Yves Lecoq. Fotógrafo francés. |
Para entrar en el reino de la muerte
avancé por el pórtico de bronce que interrumpía las murallas siniestras. Sobre
ellas descansaba perpetuamente la sombra como un monstruo vigilante. Extendíase
dentro del recinto un espacio temeroso y oscuro, e imperaba un frío glacial que
venía de muy lejos. Era el suelo bajo mis pies como una torpe alfombra, y sobre
él avanzaba levemente suspendido por alas invisibles. El pasmo de la eternidad
se revelaba en augusto silencio, comparable a la calma que rodea el concierto
de los astros distantes. Con él crecía el misterio en aquella región
indefinida, donde ningún contorno rompía la opaca vaguedad. El espectáculo
igual de la sombra invariable perpetuaba en mí el estupor del sueño de la
muerte.
Había invadido voluntariamente el mundo
que comienza en el sepulcro, para ahogar en su seno, como en un mar de olvido,
mi lastimado espíritu. Allí detenía el tiempo su reloj y sucumbía la forma en
el color funeral. Surgía de oculto abismo la oscuridad, con el sigilo de una
marea tarda y sin rumor, y me arrastraba y tenía a su merced como una
voluptuosa deidad. Cautivo de su hechizo letal, erré gran espacio a la ventura;
obstinado en la peregrinación extraña y lúgubre. Pero al sentir tras de mí el
clamor de la vida, como el de una novia abandonada y amante, volví sobre mis
pasos.
De: Trizas de papel (1921), contenido
luego en La Torre de Timón
José Antonio Ramos Sucre
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