La bruja adereza el veneno de la fiebre soñolienta. Requiere
los nenúfares y lentejas del agua.
Desde el cielo de colores sordos, el
aquilón de carrillos inflados, imagen de un dibujo holandés, arroja su brisa
letal.
Una canturía lenta, insipiente, erige
de la tierra la zarza de las espinas y demanda la presencia de un lagarto
famélico. El monje de la zozobra avista su efigie en la frente de una calavera
de risa desdentada.
Sobre las ruinas, ocultas bajo las
redes y lazos de una vid silvestre, la forma aérea de una virgen florecida en
un siglo ideal suprime el sortilegio y sosiega el ambiente con sus alas de
fantasma.
Y la secunda el ruiseñor, poeta del
amor inconsolable.
De: El cielo de esmalte (1929)
José Antonio Ramos Sucre
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