Ulises, reclinado sobre un monte de arena, posa la mirada en
el mar solitario. Vive consumido por la nostalgia y cultivando el sentimiento
pío y la memoria acerba.
La ninfa, vestida de sus cabellos, lo
llama a voces desde el pie de una encina rutilante.
Ulises, el
demoledor de ciudades, mira el vértigo de las nubes y piensa en el humo
delirante del incendio, hoguera de los reinos caducos, y en la veracidad de su
sobrenombre épico. El sol ejerce una vez más su autoridad de titán vencedor del
caos.
Ulises carece de
su destral, de corte instantáneo, requerido para la sección de un pino y el
aderezo de un esquife.
Alcanza a nado un
leño baldío por una centella del cielo, y viaja conforme el sesgo de una
corriente visible entre las olas confusas.
Una escolta de
tritones, de visaje libertino, sopla, alborozada, su caracol de pabellón
acústico.
De: Las formas del fuego (1929)
José Antonio Ramos Sucre